El agua y el fuego


A mi padre

El tiempo del fuego.

El fuego no muere, se deshoja y a veces se desrama
hasta parecer que desaparece.
En el principio crece verticalmente,
unas vetas doradas se encajan en la tierra para enraizar el tesoro del calor
y alimentarse aún en tiempos húmedos,
y ya afianzado se expande como un árbol frondoso sobre un desierto africano.
Sueña a ser un baobab, orgulloso y erguido, inmóvil y en las puntas volador.
En temporadas de tolvaneras el fuego ni se deshoja ni se desrama, sólo parpadea.
Le gusta la sequedad como al hombre el sol.

El fuego no muere, cuando parece que no está,
reposa como la música en el silencio,
la poesía en la ausencia,
o el sueño en la quimera de una sonrisa de león.

Otro tiempo hoy parece innecesario pero esta.
Es el tiempo del agua salada.

El agua y el fuego se aman siempre de lejos,
se turnan los espacios para existir.
A veces cercanos se calientan o se apaciguan:
el agua vuela cuando el fuego flamea y el fuego duerme cuando el agua se mece.
El tiempo del agua parece la muerte del fuego,
pero el fuego está enraizado, así que no teman,
el fuego descansa sin paz ni guerra.

Es cierto que la muerte se comprende menos cuando llega
y que no sabemos qué hacer con las ausencias
pero algo parece indicar que la tierra, madre de casi todas la materias,
abriga el fuego y ama el agua.

El fuego respira.
Sí el fuego voló muy alto amanecerá todos los días,
sí el fugo guardo una tonada en la raíz arrullará todas las noches.
Pero el fuego y el agua sueñan la vida de todas las primaveras,
ambos llevan en la materia un instinto floral,
cuna de todas las alegrías.

Entonces nada nos falta.



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