Cuento de una noche


Las noches son impresionantemente silenciosas, su mudez es un lienzo amplio donde todos los sonidos son bienvenidos. La casa se llena de ecos, cada ruido del campo es nítido y agigantado. La madera de la escalera cruje y parece  esperar la oscuridad  para reacomodarse de un golpe, está viva, lo sé,  se estira al despertar y duerme al amanecer. Ahora me cuesta decir que estoy sola. 
—Prende la televisión con volumen bajito y así sentirás que estas acompañada, perderás el miedo. Eso dijo la esposa de Don Mario en la primera noche que vino a verme. 
Llegué asustada por la penumbra y todas las voces que desata el viento, pero el miedo se había esfumado con el gesto amable de los señores. Encima de la cama los ojos se cerraron solos y confiada dormí profundamente. 

Trascurrida la noche, la luz del día es mágica. Los ruidos también se escuchan pero ahora sé de donde provienen: las hojas del árbol de aguacate rosando la pared; las yacas gigantes que de noche parecen monstros esperando comer el alma ahora simpáticas adornan el cielo con la torpeza de su altura y desparpajo. Por la mañana  la casa iluminada acaricia la soledad con aventuras. 
—¿Qué vamos a hacer hoy?  Me pregunto a mí misma. Haremos las labores normales -me respondo -  enviar correos, sacar boletos y llorar de nervios por viajar... el llanto es un río interior dispuesto a lavarlo todo. 

La ciudad es una maquinaria tronando alrededor nuestro. Caminamos con los pies de plomo y el alma envuelta en acero enfocados en nuestros propósitos: resolver la comida, la renta, las compras y el gusto por un vicio caro.  Apenas traspasamos el perímetro de la urbe y entonces nuestra voz interior se calla o dejamos de escucharla. Pero aislada en esa tarde bajo el sol de un invierno inclinado llega el silencio sagaz, abre surcos en los pensamientos, comienza a demoler el ruido mental y toda la maquinaria ideática con lo que construyo edificios y puentes por encima de mis bosques y mis ríos. 



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